En 2004, después de publicar mi segunda novela, "Bendita Democracia Americana", me propuse escribir una historia de vampiros. No soy un conocedor exhaustivo del género, pero mis novelas favoritas de chupasangres son "El sueño del Fevre" de George R.R. Martin (quizá después del éxito de "Juego de Tronos" alguien se anime a adaptarlo al cine o la televisión), "Soy Leyenda" de Richard Matheson y "La doncella de hielo" de Marc Behm; tres visiones muy diferentes pero que tienen en común la voluntad desmitificadora de la figura del vampiro.
Mi intención era seguir su ejemplo y contribuir modestamente a ampliar la leyenda ofreciendo un punto de vista original del mito (si eso es aún posible a estas alturas). Escribí entonces unas cuantas páginas intentando buscar el tono de la historia. Introduje al que habría de ser mi protagonista y lo situé en París, en la época actual. Lo hice peluquero para librarme de uno de los tópicos genéricos que quería evitar, que los vampiros no se reflejen en los espejos; me hacía gracia que el mío tuviera que trabajar delante de uno. Las cinco páginas de esa primera aproximación salieron de manera fluida, del tirón.
Aquí puede haber una novela, pensé.
Desarrollé un argumento que, a grandes rasgos, se podría resumir así: mis vampiros estarían al borde de la desaparición (el protagonista sólo sabe de la existencia de otros dos "hermanos") y según la leyenda todos serían descendientes directos de Caín, el primero de su raza. No serían inmortales, pero sí increíblemente longevos. Un buen día, el protagonista recibe una carta de uno de sus dos "hermanos" anunciándole que el tercero ha sido asesinado y que ellos son los siguientes en la lista. Al parecer alguien quiere acelerar su inevitable extinción. El protagonista no tarda en descubrir que la leyenda es cierta y que Caín fue en realidad el primero de los suyos... y que sigue vivo. Me atraía la idea de poner en pie un personaje monstruoso atormentado por recuerdos de miles de años que a veces confunde con sueños, un vampiro primordial condenado a vagar por el mundo y que sólo podrá descansar y morir cuando haya eliminado al último de sus descendientes. El duelo entre este supuesto Caín y el protagonista sería el clímax de la novela.
En los siguientes meses me documenté sobre el tema, leí novelas, aproximaciones antropológicas, históricas... Como me ocurre a menudo, mi trabajo de guionista "a sueldo" me apartó de este proyecto personal, que quedó abandonado durante algún tiempo... Y entonces se publicó la primera de las novelas de la saga "Crepúsculo". El increíble éxito de la obra de Meyer podría haber servido de incentivo, haberme animado a escribir mi propia novela, pero produjo el efecto contrario. Era fácil imaginar que en los meses sucesivos el mercado editorial llenaría las librerías de colmillos y de sangre. No quería que pareciera que me sumaba a una moda. Y, sobre todo, no tenía más que cinco páginas. El caso es que me olvidé definitivamente de mi vampiro y de Caín.
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Caín y Abel según Tiziano |
Un año más tarde, sin embargo, retomé de alguna forma la idea. El culpable fue
Alejandro Colucci, un ilustrador uruguayo afincado en Barcelona, responsable de muchas portadas de libros, entre ellas la de mi segunda novela. Yo entonces vivía también en Barcelona y Colucci me llamó para, precisamente, proponerme hacer juntos un libro sobre vampiros. Había trasladado su fascinación por el mito a unas magníficas ilustraciones y buscaba alguien que escribiera unos textos para acompañarlas. Yo le conté mi frustrado proyecto de novela y le di a leer aquellas cinco páginas. Le propuse escribir fragmentos de supuestos diarios y cartas de vampiros en diferentes épocas y lugares del mundo, de manera que configuraran una especie de collage literario que encajaría con el espíritu de sus retratos. El arranque de mi novela servía perfectamente a ese propósito. Escribí también un texto muy corto adaptando el relato bíblico de Caín y Abel en clave vampírica.
A pesar de que Colucci y yo llevamos la idea del libro a una editorial que parecía interesada, aquel proyecto tampoco salió adelante. Y mis textos sobre vampiros volvieron al disco duro del ordenador, junto a muchas otras ideas abandonadas, abortadas, fallidas.
Hace poco, buscando otro documento, me encontré con la carpeta de los vampiros. Volví a echarle un vistazo a las cinco páginas y pensé que quizá merecería la pena darles otra oportunidad. Recuperé también el texto sobre Caín. Quizá funcionaría como preámbulo. Añadí una cita del Génesis que podría servir para abrir la novela (este tipo de subterfugios retrasan el momento de sentarse a escribir en serio y sirven para que uno se imagine el libro ya terminado y encuentre así energías para abordar el pequeño e ineludible trámite de tener que parir un mínimo de doscientas y pico páginas). Incluso le puse un título de trabajo: "El Último".
De nuevo pensé que ahí podría haber una novela.
Nunca la habrá (o al menos no seré yo quien la escriba). Resulta que acabo de enterarme de que Will Smith se dispone a debutar como director con una película titulada
"The Redemption of Cain", una versión "vampírica" de la historia bíblica de los dos hermanos.
Como muy bien explicaba hace unos días el compañero Carlos López en
Bloguionistas, esto es algo que nos pasa continuamente a los que nos dedicamos a contar historias. Está claro que el destino no quiere que yo escriba mi novela de vampiros. No voy a desafiarlo. Pero lo que sí voy a hacer es copiar a continuación esos dos textos que llevan años en el disco duro de mi ordenador, aunque sólo sea para dar fe del fracaso consustancial a este oficio. Todos los escritores y guionistas acumulamos proyectos en diferentes fases de desarrollo que nunca verán la luz. Incluso pensamos a veces que en esos textos inéditos se encuentra lo mejor de nuestro trabajo. No digo que sea el caso de "El Último", pero reconozco que me fastidia haber dejado pasar la oportunidad de escribir mi propia historia de vampiros.
Me tendré que conformar con estas pocas páginas, testimonio de lo que pudo ser y no fue.
"EL ÚLTIMO"
Vagabundo y extranjero serás en la tierra.
Génesis 4-12
Hacia la
región de Nod
La quebrada línea del
horizonte comenzaba a morder el disco solar, que hacía rato que ya no irradiaba
calor alguno; se limitaba a bañar de carmesí las piedras del desierto. Un
viento frío soplaba del este, anunciando la noche.
La
primera noche que habría de ser eterna.
A
mis pies, mi hermano Abel. Junto a Abel, una quijada de asno. Un charco de
sangre creciendo alrededor, sangre que la tierra seca se bebía con avidez.
Sangre del color del cielo, de las piedras. Pronto habría de ser negra. Antes
de que eso ocurriera, antes de que la fuente abierta en el cráneo de Abel
dejara de manar y las entrañas del desierto se saciaran, me arrodillé y sujeté
con una mano la cabeza de mi querido hermano. Con la otra formé un cuenco y
recogí el líquido espeso y caliente. Acerqué los labios y bebí.
Así
comenzó todo.
Mi
hermano no se movía. Dormía con los ojos abiertos. Me senté a su lado y esperé.
El sol desapareció detrás de las montañas. Hice guardia durante toda la noche.
La
luz del nuevo día pintó de blanco la piel de Abel, pero no le devolvió el
calor. Lo cogí en vilo, lo zarandeé, grité a su oído. Pero cuando lo solté, el
cuerpo de Abel se desplomó en el suelo.
Comprendí
por fin que me había quedado solo. Había olvidado los motivos que me habían
llevado a golpear a mi único hermano con aquel pesado hueso. Recordé, eso sí,
la rabia, el odio, la fiebre. Y sentí por vez primera el peso de la culpa. Y
sentí también placer. Todo al mismo tiempo.
Me
alejé de aquel lugar, entornando los ojos. Después de pasar toda la noche en
vela me molestaba la luz del sol. Busqué refugio en una gruta y me tumbé en una
cavidad al fondo, en donde la oscuridad era total. El sabor acre de la sangre
de mi hermano permanecía en mi boca. Cerré los ojos y no tardé en dormirme.
Entonces
tuve un sueño. El primer sueño. Y ese sueño dura todavía.
1
Que yo sepa sólo quedamos tres. Uno en Yakarta, celador en
la maternidad de un hospital. Otro en algún lugar de Brasil. La última vez que
tuve noticias suyas trabajaba de cocinero en un hotel de Sao Paulo, pero me
consta que tuvo que huir. Aquello es tan grande que puedes desaparecer sin
necesidad de salir del país. Creo que se ha instalado cerca de la frontera con
Paraguay. Y por último yo, aquí en París, al menos de momento. Así que si vives
en cualquier otra parte del mundo, puedes considerarte afortunado. Cuando
planees tus próximas vacaciones evita esos tres destinos y estarás a salvo.
Porque nosotros no viajamos si no es absolutamente imprescindible.
Olvida todo lo que te han contado
sobre mis hermanos y yo. Lo único cierto es que nos alimentamos de sangre
humana. El resto son mentiras, leyendas e invenciones. No sé a los demás, pero
a mí me encanta el ajo. Y a mis clientas les resultaría muy extraño que su
peluquero favorito no se reflejara en el espejo. La luz del sol no nos
destruye, no dormimos en ataudes y tampoco somos inmortales. No necesitas
clavarme una estaca en el corazón para matarme. En ese sentido, somos tan
frágiles como cualquiera, aunque, eso sí, extraordinariamente longevos.
Longevidad que no parecemos valorar especialmente, porque la principal causa de
mortandad entre nosotros es el suicidio.
Y no somos necesariamente
hermosos.
Me llamo Sergio Krauser y tengo
ciento setenta y nueve años.
Lo que sostengo en la mano
derecha es un tarro de mi mermelada favorita. La hago yo mismo. Me gusta
desayunar tostadas y un café au lait. El
de hoy es especial. Ayer llegó un envío de mi hermano de Yakarta. Yo le mando
de vez en cuando un poco de mi mermelada y él me corresponde con un frasco de
leche que deshidrata él mismo. No es cualquier tipo de leche. Es de su cosecha
particular. Ya he dicho que trabaja en una maternidad.
Vivo solo, qué remedio, en un
espacioso apartamento en la rue Serpente heredado
de otro hermano. Tengo un modesto salón de belleza en una calle estrecha entre Saint
André des Arts y el quai. Sólo arreglo el cabello personalmente a unas pocas
señoras, clientas de toda la vida. De toda su vida. Jean-Baptiste y Kim atienden al resto. Llevan
conmigo desde que salieron de la escuela. Con Kim me acuesto de vez en cuando.
Es originaria de Costa de Marfil y tiene veintidós años. Hoy ha dormido en
casa. No es lo habitual, pero anoche fuimos al teatro y luego a cenar, y se nos
hizo tardísimo. A esas horas ya no funciona el metro ni el cercanías, y la casa
de su hermana, con cuya familia vive, está en las afueras, en Champigny.
–Hazme una –dice anudándose mi
bata y señalando con la barbilla la tostada que estoy untando de mermelada.
Sujeta entre los dientes una diadema elástica mientras se recoge las gruesas
trenzas negras en una coleta.
–No te va a gustar.
–¿De qué es? Parece frambuesa.
–Tiene frambuesa, sí.
–Me encanta la confitura de
frambuesa.
Le preparo una tostada. Ella se
sirve café.
–¿Leche?
Coge la tostada y le da un
mordisco.
–Solo con azúcar –contesta
mientras mastica.
Mejor. Mermelada tengo de sobra,
pero la leche de mi hermano de Yakarta es un bien escaso.
–Sabe raro –dice mirando la
tostada. Le da otro bocado–. Pero está rica.
Una gota de intenso color rojo le
resbala por la comisura de la boca. La recojo con la punta de la lengua y no
consigo vencer la tentación de clavarle los dientes, aunque suavemente, en el
labio inferior.
–Que me haces daño, tonto
–protesta juguetona.
Meto la mano debajo de la bata.
Es de seda y perteneció a Casanova, o eso aseguraba el hermano del que heredé
el apartamento con todas sus pertenencias. Probablemente sea mentira. Somos muy
mentirosos.
–¿Daño? Tú no sabes lo que es el
dolor, mi amor –digo pellizcándole cariñosamente un pezón.
Y es verdad. Afortunadamente para
la hermosa Kim, ella nunca acabará convertida en mermelada.
Mi madre, Hortense Villeneuve, conoció a mi padre, el
coronel Franz Von Krauser, el siete de mayo de 1824, en Viena. No fueron
precisamente presentados en sociedad. De hecho, ella tendría que haber sido
aquella noche la cena del coronel. Mi madre salvó la vida –aunque por poco
tiempo– gracias al incomparable genio de Ludwig van Beethoven, a quien por
tanto le debo yo la mía.
Sinceramente, no sé si estarle
agradecido.
Hortense, la delicada y hermosa
mademoiselle Villeneuve, acababa de llegar a Viena procedente de París para
trabajar como institutriz en casa de una acaudalada familia. No conocía a nadie
en la ciudad. El coronel la vio un día por la calle y quedó prendado de su
belleza. Así era casi siempre. La vigiló durante unos días hasta familiarizarse
con sus hábitos. Una semana más tarde, el citado siete de mayo, la secuestró a
la salida de misa, pronto por la mañana. Hortense permaneció encadenada todo el
día en un sótano, llorando y rezando por su pobre alma.
Mi padre tenía entonces más de
doscientos cincuenta años. Murió a los trescientos sesenta y siete, en el campo
de batalla. Seguía siendo coronel. Su crueldad le había convertido en uno de
los más destacados oficiales de la Alemania nazi, un magnífico refugio para los
de nuestra raza. Hasta finales del siglo xix,
la vida era infinitamente más sencilla para mi gente; la impunidad se compraba
con dinero y la policía no perdía el tiempo aclarando extraños crímenes cuyas
víctimas no formaran parte de las clases sociales privilegiadas. El Destripador
de Whitechapel tuvo buena parte de culpa en que las cosas se tornaran difíciles
para nosotros. El viejo Jack, que no era uno de los nuestros, marcó sin embargo
un antes y un después para mis hermanos y yo.
Von Krauser pensaba dar buena
cuenta de la tierna Hortense aquella noche, a la vuelta del concierto. La
expectación despertada por el estreno de la Sinfonía nº 9 en re menor, Coral, Opus 125 de Ludwig van Beethoven tenía a toda Viena
presa de una increíble excitación. La orquesta había ensayado la sinfonía sólo
dos veces, pero el rumor de que se trataba de una obra fuera de toda norma,
revolucionaria y majestuosa, se había difundido rápidamente por la ciudad.
Nadie quería perderse el evento.
Mi padre lloró al terminar el
último movimiento. Es algo digno de mención, porque ver derramar lágrimas a uno
de nosotros es tan difícil como oír cantar a una piedra. El público del Kärntnerthort-Theater enloqueció. Tuvo que intervenir la policía. Diríase
que los asistentes querían hacer llegar sus aplausos y ovaciones al genio que
todos sabían sordo, al creador de esa música inmortal que, por un momento, hizo
plantearse a mi progenitor la existencia de “un padre de bondad que
habría de morar sobre la bóveda celeste”.
Imbuido de ese espíritu de fraternidad universal que destilaba la Novena, mi
padre volvió a casa y escuchó los gemidos, ya casi un estertor, de Hortense. La
liberó de las cadenas y decidió no beberse su sangre. Ella estaba prácticamente
inconsciente, así que no opuso resistencia alguna cuando mi padre le rasgó el
vestido y la penetró mientras retumbaban en su cabeza los versos de Schiller de
la Oda a la Alegría. Lo que no sabía entonces mi padre es que mademosille
Villeneuve era doncella.
Quiza sea el momento de explicar
cómo nos reproducimos. Todos somos primogénitos, todos matamos a nuestra madre
en el parto, todos somos descendientes directos del primero de nosotros, cuya
existencia se remonta al origen de la especie, aunque si hay que creer las
leyendas, Caín bebió la sangre de su hermano Abel después de asesinarlo e
inauguró una dinastía que en estos momentos se encuentra en peligro de
extinción. Es imperativo que la madre que nos engendre quede preñada de su
primera relación sexual. Y el descendiente ha de ser varón. No tenemos
hermanas. Nunca han existido. La nuestra es una enfermedad que se transmite
sólo de padres a hijos varones. He dicho enfermedad, sí. Cómo llamar si no a
una condición congénita de la que no somos responsables, que no podemos evitar,
que no hacemos nada por merecer.
Se mire como se mire, somos inocentes.